Argumento contra la eternidad
Podemos decir que pensar es uno de los elementos que nos definen, aquello por lo cual somos humanos. Es esa parte que nos muestra y confirma que existimos. Sin ella no sólo no somos humanos, tampoco reconocemos en algún grado que existimos y vivimos. Tenerla es un componente para darnos cuenta de donde estamos, con quien estamos, quiénes somos y, en general, que somos capaces de tener un tipo de vida.
Pero esto no lo abarca todo. Poseerla no significa sólo que existe que se nos presenta como concepto — aquella idea a la cual damos razón de lo que somos —. Que la poseamos implica también que en todo momento de nuestra existencia el pensamiento estará a nuestro lado: hemos realizado un acuerdo, donde quiera que vayamos éste se encontrará, y donde sea que esté nosotros estaremos. Esto provocará que estemos en un tipo de relación que, prima facie, no parece que nos ocasionará muchos problemas, pero a medida que reconocemos lo que conlleva veremos que afectará de manera muy determinante su involucramiento en nuestra definición como ser humano.
Hay que recapitular un poco: somos seres pensantes, seres que no pueden despegarse de esa definición. Por tanto, no existirá un período de nuestra vida donde no estemos dando origen o pensando acerca de algo. Incluso cuando pensamos sobre la nada o sobre no querer pensar, estamos ocupando ideas y conceptos. Por tanto, si es tal como he propuesto, todo escenario particular de nuestra vida siempre revelará que se está llevando a cabo una acción: la de pensar. Todo momento conlleva energía y gasto. Sin embargo, a diferencia del trabajo físico, aquí no podemos decir realmente que obtendremos un descanso después del agotamiento – quizá podríamos también decir, a modo de analogía, que este tipo de cohabitamiento siempre nos hace propenso a un tipo de atrofia relacionada con el pensar.
Pero esta no debe ser la consecuencia inminente. El peso de las ideas y los conceptos, de nunca ser capaz de percibir o poder abstraerse del mundo que siempre choca con la mente, puede medirse y controlarse. Podríamos decir que seríamos capaces de hacerlo por lo que denominaré como pausas; éstas pueden ser fuertes, débiles o dulces. Con esto sólo quiero decir que cuando pensamos esa idea que haya surgido puede entrar en nuestra mente por un corto o largo tiempo y golpearnos fuerte o débilmente. Aquí siempre una idea que entra termina siendo sustituido por otra eventualmente –antes de salir de la casa, por ejemplo, se puede estar pensando en el parque al que uno se dirige, y cuando uno llega esa idea queda sustituida por la de la persona que va cruzando con su perro o las ardillas que pueden observarse fácilmente, etc (esto es lo que explicaré más adelante como pausa débil).
Trataré de esbozar la naturaleza de las ideas que siempre nos están afectando (causando que el pensamiento continúe moviéndose y estando activo) por medio del concepto de pausa. Mostraré ilustrándolo en una conversación. En un caso se tiene que uno ha platicado con alguien por un largo rato, han intercambiado un diálogo que uno podría describir como desagradable, y la pesadez de su compañía sólo se estremece por la longitud del tiempo pasado. Inevitablemente se empezarán a experimentar síntomas como dolor de cabeza o sensaciones paliativas de disgusto. Se trata de una mala experiencia que, en general, sólo trastorna, agota y daña a la persona. Aquí sólo hay una consecución de ideas que entran en la mente de uno cuya impresión o efecto es únicamente dañar o generar la sensación de golpeteo. Este es el tipo de pausa que es fuerte y lánguido. Toda la conversación ha generado esa sensación en general, esa experiencia de disgusto.
Para el segundo caso tenemos el tipo de conversación que no parece que realicemos algún tipo de involucramiento. Aquí, tratemos como tratemos. no estamos interesados en lo que la otra persona nos está diciendo, por lo que todo nos entrará y saldrá fácilmente todo. Apenas sentiremos que hemos pasado tiempo con él, y no sentiremos la transición entre esa conversación y la siguiente – de la misma manera que al estar cansado, a veces ocurre que cerramos los ojos en la noche y sentimos que inmediatamente los abrimos pero ya es el siguiente día; ahí no podremos decir que hemos descansado (incluso nos hayamos más agotados). Éstas serán las pausas débiles, cuya ligereza aún contribuye a la pesadez de la actividad de pensar.
El último caso se trata de algo que disfrutamos. Aquí también está involucrado el efecto de terminar cansado, pero ello no impide que disfrutemos el momento de la conversación. A Veces incluso estamos dispuestos a pasar un gran rato –si estamos en una reunión que está por acabar, podemos decidir dirigirnos a otro lugar para continuar–. Esto, por tanto, contribuye a nuestro definitivo agotamiento; la diferencia aquí es que, incluso aún, tomamos la decisión y estamos de acuerdo en hacerlo. Se está hablando aquí de la pausa dulce y larga.
Podemos también hablar de que las pausas cortas y pesadas pausas son iguales a las pausas débiles y largas (o al menos coinciden en muchos casos), ello las cosas que nos pasan de manera repentina y nos disgusta; vemos eso usualmente en lo que llamamos un mal día, donde nos ocurren varios sucesos de mala suerte como haberse levantado tarde, bañarse con agua fría, etc. Y para las pausas dulces y cortas podemos entenderlas fácilmente como aquellas que nos generan un tipo de satisfacción rápida, eso puede ser el sabor de una comida o que alguien nos agradece por algo que hemos hecho (aunque éste puede volverse una pausa larga si prevalece incluso después de horas, sea porque tenemos algún tipo de afecto por la persona que nos agradeció, etc. Sentirlo y pensarlo hace que nuestra mente se sienta cómoda por un buen rato).
Nuestro pensamiento, siempre activo, presenta entonces estos diversos tipos de casos: ideas que penetran y paran por un tiempo en nuestra mente, afectándola de cierta forma. Ellas son la derivación inmediata de nuestra definición como seres humanos pensantes; y lo mismo podríamos añadir como seres humanos sensoriales. Ni el mundo ni las ideas nos abandonarán; ese es un hecho tanto para nuestra existencia, pero también lo será para la causa de la culminación de nuestra vida: de manera sofística, tenemos una idea que también involucra su negación. Si el pensar funciona de manera negativa como aquí lo describo, tenemos que describir que el único efecto que puede provenir de estar pensando es el agotamiento de la mente [1].
Sin embargo, no tenemos que mirar esta conclusión como un tipo de resolución pesimista. Las pausas más dulces y más largas aún dan sentido a la vida que tendremos dentro del período que cada uno de nosotros tenga. Uno podría decir que éstas si bien pueden tratarse de un tipo de gusto, equivalente a participar en la celebración de un compañero, donde uno pasa un buen tiempo, pero nada más; pero que ello no basta para querer continuar existiendo, se necesita de otros elementos que hagan la pena prevalecer. Por esta razón es que uno distingue entre una fiesta y la celebración del quinto año de una hija; entre mantener la memoria del recibimiento de un título y de un recuerdo entre padre e hija. Toda idea termina evaporándose de la mente, pero debido a que poseemos la capacidad de discrimicación, podemos esforzarnos por mantener en la memoria ciertas ideas (recuerdos). Y, eventualmente, cuando ya no tengamos alguna idea que valga la pena almacenar –cuando estemos de acuerdo con esa decisión– podremos decir que la mente (y el cuerpo) se ha agotado. La voluntad aquí no se ha rendido, su última decisión fue una afirmación.
[1] Esto no quiere decir que el prolongado tiempo que decidamos existir concuerde con el modelo centenario que tenemos. Que esa sea nuestra nuestra limitación biológica es sólo yuxtapuesta a saber cuánto tiempo podemos continuar eligiendo existir en el mundo. Por ejemplo, podemos pensar en alguna persona que se le ha concedido el regalo de la eternidad. Ella o él podrá proseguir por una gran cantidad de tiempo de acuerdo con los intereses que tenga o los proyectos que tenga. Quizá su deseo es viajar una vez al espacio, por lo que decidirá perseverar en el mundo hasta que cumpla su proyecto; pero una vez cumplido su tarea se le presentarán dos opciones: ya no tener otro proyecto, mostrando ahora poco interés en el mundo, o cambiar de proyecto, como ahora explorar todo el universo. En tanto la persona disfrute su conversación con el universo parece que existirá aún el deseo de vivir. Sin embargo, eventualmente, ese mismo diálogo terminará por ser superficial, sea porque ya no se tiene más de qué hablar o no se tiene con quien compartirlo.
Hay que dar gran énfasis, además, de que incluso si el interés es un estimulante que puede emerger continuamente, una clase de componente que puede autoafrimarse eternamente, no lográ asociarse completamente con la identidad de la persona. Una persona no puede comprometerse con todos los intereses existentes; puede hacerlo sólo con los que van de manera acorde con los de su identidad. Por tanto, sólo podrá abarcar hasta cierto número que puede decidir tomar una persona hasta tomar la decisión de no tomar más. De otro modo, o estaría modificando su identidad o la estaría cambiando completamente. La persona A --que ha modificado su identidad por el lugar donde ha nacido, las personas con las que se ha relacionado y, en general, por las travesías de la vida que le han tocado-- tendrá ciertos intereses que van acorde a su carácter. Por tanto, si cambia todo eso que es fundacional para su identidad, cambiará sus intereses. Pero, entonces, la persona tendría asignarle la cualidad B, en vez de A. Se trataría, así, de otra persona. Esto querrá decir, pues: que el interés infinito es incompatible con ser parte del contenido de una identidad personal; se requiere más de una identidad; por tanto, una sola persona no podrá tener un interés infinito, sea para querer vivir eternamente como querer degustar de todo lo que el mundo ofrece.
Por otro lado, unos podría decir que las ideas del mundo (“confusas”,”contingentes'') terminan por ofuscar la mente de la persona, ocasionando que uno tenga ideas calificadas como erróneas, como el deseo de morir --- pues la muerte es sólo un deseo que sólo las cosas contingentes e imperfectas desean. Dirán que las ideas perfectas, las que conllevan el uso de la razón, serán las que ocasionarán que deseemos continuar existiendo eternamente ---un cuerpo que está destinado a envejer compartiendo espacio con una mente que puede pensar en ideas como la eternidad. Pero hay que preguntar, ¿cuáles serían esas ideas perfectas en y para el ser humano? O, de otro modo, ¿cuáles son esas ideas que pueden prevalecer pausadas eternamente? De igual manera, ¿qué les haría creer que incluso si existen esas ideas perfectas que pueden hacer de nuestra mente una actividad afirmativa, de siempre continuar afirmando su existencia, sean asequibles para nosotros, criaturas de la tierra? Es complicado hablar fuera de las cosas contingentes; todo lo que está presente en nuestra mente ha sido influenciado por lo que uno ha visto o sentido, es decir, esos elementos contingentes ---nuestra idea de la eternidad es una imagen cultivada por los productos de la tierra---: es ahí donde vivimos –donde todo nace, crece y muere. Nuestro pensamiento no es distinto; incluso si tiene una naturaleza perfecta, ella se ha diluído con las reglas del mundo, con las cosas que envejecen. El deseo de morir, entonces, en algún momento será natural.
Comentarios
Publicar un comentario