En el ombligo de la Luna

  

En la Ciudad de México Diego no amaba a su patria. La materia de Historia de México, en efecto, era la que más le aburría. En México parece existir un ambiente nacionalista que impregna el aire, pues es fácil vanagloriarse por una historia escuchada en las aulas de clase, donde detallan a la raza mexica como la más guerrera de su tiempo y territorio. Este discurso se queda en su oyente. Pero no en Diego. Nunca se caracterizó por establecer una fuerte relación con sus padres, de manera que ese vacío lo compensaba con un carácter altamente sensitivo y extrovertido, evasivo a su realidad personal. Como es natural en la Ciudad de México, su familia no contaba con grandes ingresos. Aquello lo tomaba sin cuidado, pues administraba bien (o eso creía él) su propia economía que sustentaba de manera poco ortodoxa a base de cultivos clandestinos de hierba verde y dulces revendidos.

Era entonces una tarde de verano, Diego tomaba el pesero en el cual regresaría a casa. No llegó muy tarde.

Arrumbó la mochila en el suelo de su habitación, y, sin saber precisamente qué, esperó.

Había días como aquel, donde, en silencio, se sentaba a espectar el atardecer hasta llegar la noche, escuchaba sus sonidos: disfrutaba una paz momentánea.

 

Sin embargo:

Truenan los silbidos que surcan el aire, desgajan el suelo milenario de la explanada a cuadros en el siglo de las luces. Un penacho, una tuna, un ritmo incandescente vibra la tierra, desprenden de pronto los olores de la hierba santa dentro de una cápsula de espacio.

Diego escucha una melodía a lo lejos. La había escuchado en el pasado, ahí en alguno que otro video que circulaban en la red. Sabía que pertenecía a alguna cultura antigua, por su puesto mexicana, pero en realidad le era indiferente su verdadera esencia. Por un segundo, se detuvo a observarse en el espejo que colgaba de su pared, por alguna razón no se atrevía a sostenerse él mismo la mirada. Finalmente cedió…



México no es hoy, es el lejano tiempo en el que el calendario gregoriano no existía, las personas libres y fuertes, hombres morenos con lanzas de fuego, cabellos amarrados, bocas anchas, sólida mirada y ojos de obsidiana. Un, dos, zapatea el ritmo milenario, un dos, silba la noche, silba la luna, un, dos, marcado el paso, un dos.... Un alma ha salido del tiempo (Diego experimentó un viaje milenario), es el último guerrero perdido que se ha escapado de las garras españolas, ninguno lo ve desde sus hogares, es el grito de toda una raza, nuestra raza, y baila y danza, es que de los tiempos antiguos nos visitan. Los mares de la sangre sacrificada a Huitzilopochtli, que al entrar a nuestra atmósfera se metamorfosean en los vientos que, frescos, se respiran, y ahí está, frente a mí, el artilugio que enredó al alma mexica, ese que desnudó su alma mostrándole el más puro y refinado de sus reflejos: el espejo que me muestra una imagen donde la vista nada como entre paisajes sagrados.



(Mente de Diego)

Por un instante, la vida en Tenochtitlán es clara, me encuentro arrodillado al pie de una pirámide floreciente, llena de colores blancos y rojizos: llenos de vida. Los hombres de la nación me rodean, me tienen atado, es mi sacrificio el que están dispuestos a ejecutar. Hincado, el calor picotea a mi piel, el bochorno es feroz, la sentencia está dictaminada. Me custodian dos hombres, uno de cada uno de mis costados, me inducen a escalar los escalones emplumados mientras que la mirada la clavo en cielo, en el sol, escucho mi nombre en ese lenguaje sabor a maíz y a mezcal. Del pie izquierdo del monumento la voz de una bella joven me ha llama, mi cara alcanza a expresar un gesto que dice “te veré allá, en el futuro, con los Dioses, todo estará bien”, paso a paso la sensación de honor solo se confirma, el sitio está preparado. Ahí en lo alto desatan mis manos, me acuestan en una piedra lisa, precisa en su función, la música de aquí y de allá son las mismas. No me rehusó, no existe ese pensamiento perverso en este cuerpo, mis Dioses, los Dioses, claman mi presencia, nuestro pueblo clama la suya. Miro al cielo y ya puedo verlos, en señas, en códices, solo su imagen no es clara, entonces cierro los ojos, pues ahora le toca sentir al alma. Yo ya sé que han desenvainado un puñal negro de obsidiana al tiempo que se tantea el corte, de pronto, se abre en mi pecho una fría línea, un fino dolor, nace de mi cuerpo el río del sacrificio, rojas brotantes las lenguas de entrañas, pecho arriba se recibe el destino bendito, pecho arriba se conoce a la muerte, mi núcleo es extraído en un solo movimiento, hinchado, gigante, y, sobre todo, latente. Se desparrama la sangre mi corazón, que pierde la vida… He muerto.

Tras un tiempo Diego abre los ojos, se ve al espejo, sigo siendo yo, menos mal, piensa, pero no dedicó sus fuerzas a explicar el viaje. La música sigue, se intensifica.

Diego abrió las ventanas y reconoce al mexica que le ha sacado el corazón él también ha viajado del otro mundo, y se encuentra aquí, fuera de su ventana, en su globo de antigüedad, destellando compases y sonidos de la otra época, ¿quién sabe para qué? Ya no es tu mundo, lo han destruido, tu reino no podrá venir a salvarnos, tu música es solo un recuerdo del pasado, mis muros se han globalizado y se ríen de pisar en el cemento mexicano, mexicano, ahora existe ese término, regresa, regresa que no nos necesitas, no quieres llorar al ver tu pueblo quebrado, violentado, herido para siempre con la espada ibérica, ¿cuándo haremos las pases? Regresa a tu patria, pues mi patria es mezcla, es doble, la raza cósmica, tú eres esplendor, máximas, vida, eres la otra vida que nunca llegamos a tener. 


-Octavio

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